Como fuerzas opuestas en equilibrio, así se define el territorio creativo de Marina González Guerreiro: precariedad y preciosismo, reutilización y construcción, memoria y anticipación. En su trabajo, lo bello no reside en la perfección estética, sino en la huella y en la materia que resiste el paso del tiempo.
González Guerreiro articula su práctica desde estas coordenadas —componer con lo hallado, hacer visible el deterioro y construir con las manos sin borrar su rastro—. Los residuos, lo humilde y lo olvidado se convierten en portadores de una coexistencia pasada, presente y futura.
Sus instalaciones se conforman por acumulación, como un archivo-escenografía en proceso. Un gesto conduce al siguiente en un juego contenido y preciso. Los materiales —plásticos, metales, cuerdas, cerámicas, residuos orgánicos (palos, hojas, flores, semillas)— conviven con objetos que evocan ruedas, veletas, relojes, plomadas o contenedores de agua. Con ellos construye una naturaleza idealizada, atravesada por referencias a lo doméstico y a lo sagrado. Las flores silvestres sugieren la ofrenda y la relación con lo efímero. El agua remite al gesto de purificar y al símbolo del flujo.
Si bien La espera, el fluido, la medida nos aproxima a una ecología que celebra la fragilidad del tiempo, el agua trasciende su condición de medio.
La espera
En el taller de González Guerreiro, los objetos se acumulan en cajas: cuerdas, hilos, ramas, flores, cuencos y envases. Materias humildes que reposan cuidadas, aguardando su transformación. El estudio funciona como archivo, laboratorio y refugio. Allí, los residuos encuentran su redención.
Esperar no significa dilatar el tiempo, sino habitarlo. La espera se convierte en práctica ética: mirar lo que otros descartan y dignificar la materia “fuera de lugar”. Cada fragmento conserva su historia y su tiempo visible. En esa atención paciente se revela el cuidado: una poética del reparar, recomponer y dejar que la materia hable por sí misma.
El fluido
Manantial, charco, torrente, gota o estanque: en cada forma, el agua marca un ritmo propio. Se manifiesta como materia que fluye y se hace permanente en su repetición, retornando y reconfigurando el espacio que atraviesa.
Sus piezas-recipiente —benditeras, pozos de deseo, tinajas— contienen o permiten el paso del agua. Son ensayos frente a aquello que fluye o se evapora. Evidencian que toda medida es provisional y que cualquier intento de control sobre el tiempo es ilusorio. El agua funciona como filosofía de la relación: fluida, porosa e interdependiente.
La medida
González Guerreiro interviene artefactos —ruedas, clepsidras— mostrando límites en su exactitud. Intentar medir lo inasible —anudando, pasando cuentas— revela la fragilidad del control y convierte la atención y la contemplación en el medio que permite relacionarse con la obra y con el ritmo que impone la materia.